Hace unos días, en Ciudad de México, vi una familia entrar a un restaurante, los padres y tres hijos, de unos 10, 8 y 6 años, que llevaban un iPad en sus manos. El futuro de estos niños para enfrentar el mundo no es muy promisorio, pero no son los únicos. Ya hay una generación perdida por cuenta de los teléfonos inteligentes, las redes sociales y la sobreprotección de los padres.
Por casualidad me topé con un libro que mi hijo Gabriel, con dos hijas, de 3 años y 6 meses, había comprado, The Anxious Generation, de Jonathan Haidt. No pude parar de leerlo, pues, con toda la ciencia posible, explica cómo, lo que hoy vemos en todos lados, niños y padres -y me incluyo- pegados a un teléfono inteligente, está cambiando la configuración del cerebro y, por ende, la capacidad de los niños y, obvio, luego de los jóvenes, para enfrentar el mundo. La crisis mental, con el aumento de suicidios, depresión y ansiedad que hoy viven los jóvenes, es muy grave
Pero no se queda solo en el diagnóstico de lo que hoy sucede masivamente en los países, también da unas soluciones urgentes que deben aplicar las sociedades, los gobiernos, los padres y las empresas de redes sociales, que en su negocio utilizan las debilidades de los cerebros en desarrollo para crear adicciones que llevan a la crisis antes mencionada.
Los números son aterradores. Unos ejemplos. El índice de niñas y adolescentes deprimidas en Estados Unidos pasó de 14 por ciento en el 2006 a 24 por ciento en el 2018; y en los jóvenes, de 5 a 10 por ciento en el mismo lapso. Facebook comenzó en el 2004 e Instagram en el 2010. Los episodios de auto lesiones en el Reino Unido en adolescentes entre los 13 y los 16 años subió un 78 % en mujeres y un 134 % en hombres entre el 2010 y el 2018. No es cualquier bobada, y estudios en todo el mundo muestran la misma tendencia.
Todo empieza años antes, cuando los padres comienzan a sobreproteger a los hijos y ver peligros en todos lados. Yo recuerdo cuando niño y joven vivía en la calle, tomaba bus público cuando me dejaba el del colegio, me subía a cuanto árbol me topaba, montaba en bicicleta por la calle y tomaba buseta para visitar a la novia en el colegio. Hoy, muchos niños viven una vida encerrada o muy limitada por el pánico de los padres. Esa formación que recibimos con libertad hoy muchos niños la tienen muy restringida.
Esas restricciones de infancia de juegos en libertad, que desde el 2010 fue reemplazada por una infancia de teléfono, en un momento clave del desarrollo cerebral, les limitó construir conexión, confianza, entendimiento del riesgo, empatía. La aparición de redes sociales y los teléfonos inteligentes a partir del 2012 multiplicó estas condiciones y tuvo muchísimas consecuencias en el desarrollo normal de la autoestima, de la seguridad y de la interacción en grupos, entre otros efectos.
En esa edad, escribe el autor, el cerebro tiene dos subsistemas que se desarrollan: el del descubrimiento y el del peligro. Los nacidos después de 1995, cuando la sobreprotección se dispara en nuestras sociedades, desarrollan más el del peligro y eso genera ansiedad. La falta de riesgo o de explorar en la infancia tiene ese efecto lo que genera jóvenes frágiles y adultos temerosos.
En la adolescencia, el cerebro genera unas conexiones a una gran velocidad, con base en las experiencias personales. Este tema de la sobreprotección bloquea esas experiencias, les disminuye el sentido de tomar riesgos y administrarlos. Los teléfonos inteligentes, dice Haidt, son otro mecanismo de bloqueo que genera una reducción de toda otra forma de experimentación, la normal de una vida sin este aparato, que el cerebro necesita y que fue producto de millones de años de evolución de los mamíferos en general y de los primates en especial. Esta nueva etapa del desarrollo condicionado por la sobreprotección, los teléfonos inteligentes y las redes son la causa de esta bomba de tiempo.