Lo sabíamos todo de Céline Dion. La niña prodigio que volatilizó todos los récords de la industria musical. La de La bella y la bestia. La de Titanic. La que creció con 14 hermanos en Charlemagne (Québec). La que pasó toda su vida, profesional y sentimental ligada al veterano productor René Angelil, desde que la descubrió cuando ella tenía apenas 12 años hasta la muerte de él, en 2016.
Hace cuatro años, la cómica Valérie Lemercier le dedicó un biopic apócrifo, titulado Aline, que la cantante no quiso ni ver: quizás porque era muy bizarro (Lemercier, que es de su edad, también la interpretaba de niña). En 2007, Carl Wilson publicó un ensayo, traducido como Música de mierda (Blackie Books), a partir de su disco Let’s Talk About Love que, como Falling into you, vendió 30 millones de ejemplares. Popularísima, icono kitsch y puede que ambas cosas a la vez, la cantante que llegaba a las notas más altas tuvo que añadir un nuevo capítulo a su inusual vida, esta vez marcado por la enfermedad que la dejó sin poder cantar.
El documental que Prime Video estrena hoy en exclusiva no lleva título en primera persona por casualidad: en Soy Céline Dion, la cantante abre las puertas de su mansión en Las Vegas, donde vive prácticamente confinada, con sus dos hijos pequeños -los gemelos Nelson y Eddy (René Charles, el más mayor, díscolo y ludópata apenas aparece)-, desde que se le diagnosticó el Síndrome de la Persona Rígida (SPR), una enfermedad neurológica muy rara, que afecta a una persona entre un millón, en su mayoría mujeres.
Al poco de arrancar este documental realizado por la veterana Irene Taylor, que fue nominada al Oscar por un corto sobre la polio (The Final Inch, 2009), vemos a la cantante en el suelo, plegada sobre sí misma en la extraña posición que adoptan los que padecen SPR cuando les da un ataque, causado por cualquier sobrestimulación, ya sea estrés o un simple sobresalto.
Al final de metraje, asistimos a una crisis en tiempo real, a lo largo de una durísima escena de diez minutos, en la que vemos cómo poco a poco sus músculos se van contrayendo mientras el rostro se desfigura en una mueca de terror insondable y aúlla de dolor, al tiempo que su fisioterapeuta, siguiendo el protocolo, le va administrando medicamentos, hasta que, muy lentamente, se recupera y, en un emocionante climax, acaba cantando una de sus canciones favoritas: Who I Am, de Wyn Starks. Es un final particularmente épico, porque antes la hemos visto en el estudio, intentando grabar Love Again, sin poder quedar satisfecha. Para ella, lo importante nunca sido «la canción, sino la interpretación», es decir la proeza, la técnica, ese llegar a la nota más alta, mientras que, en esa escena, vestida de andar por casa, sin maquillar, con un hilo de voz, cantando sobre el original, sólo queda la emoción.