
La noche del 7 de julio de 2009, el cuerpo de Michael Jackson fue llevado al Gran Mausoleo de Holly Terrace, en el cementerio Forest Lawn de Glendale, una colina verde al norte de Los Ángeles donde también descansan Clark Gable y Humphrey Bogart.
El féretro —bronce macizo, bañado en oro de 14 quilates, forrado en terciopelo azul— descansaba sobre una base de concreto, sellado para siempre. Costó 25.000 dólares. Dentro, el Rey del Pop vestía uno de sus trajes más brillantes, rostro maquillado, guantes blancos. Había algo más: las notas manuscritas de sus hijos, Prince, Paris y Blanket. Tres cartas en miniatura que sólo ellos conocían, metidas entre las telas, junto a su pecho.
El mausoleo estaba cerrado al público. Solo la familia y los íntimos. No se permitieron cámaras, ni fans, ni lágrimas mediáticas. El cuerpo de Michael, antes objeto de millones de flashes, ahora era invisible.
Días antes, el Staples Center había sido el escenario de un funeral mediático. En el mismo estadio donde juegan los Lakers, el mismo donde Michael había ensayado apenas 24 horas antes de morir, ahora lo despedían 17.500 personas. Estaban Mariah Carey, Stevie Wonder, Brooke Shields, Lionel Richie, Smokey Robinson, Jennifer Hudson, su familia, sus fans, sus imitadores. Todo un planeta conectado en vivo por televisión.
Las últimas horas del Rey del Pop
La noche anterior a su muerte había sido gloriosa para Michael. Ensayó durante horas en el Staples Center, como si el tiempo hubiera dado marcha atrás. Moonwalk perfecto. Agudos sostenidos. “This Is It” —el espectáculo de despedida— estaba casi listo. Bailó como en los ochenta. Al terminar, abrazó a sus bailarines uno por uno.
Volvió a su mansión de Carolwood Drive, en Holmby Hills, exhausto pero eufórico. Su médico personal, Conrad Murray, lo esperaba.
Llevaba meses sin poder dormir. No era insomnio. Era terror nocturno, ansiedad química, un cuerpo agotado. Quería lo único que le aseguraba el apagón total: Propofol, un anestésico quirúrgico. Murray se negó. Sabía que eso podía matarlo. Lo sabía.
Entonces Michael perdió la calma. Tomó una batería de drogas de su arsenal personal: Valium, Lorazepam, Versed, Ativan.
A la mañana siguiente, Murray cedió. Le conectó el Propofol por vía intravenosa. Minutos después, volvió a la habitación. Michael Jackson seguía en la cama. Ojos cerrados. Respiración ausente.
El médico se acercó. Colocó la mano sobre el pecho. Buscó pulso. Nada.